top of page

Manifiesto por una museología del Desierto (breve declaración sobre naturaleza y cultura, y notas de trabajo de Meditaciones en el umbral)

Texto realizado durante Materia Abierta 2021, “Ni apocalipsis ni paraíso: Meditaciones en el umbral”, escuela de verano sobre teoría, arte y tecnología curado por Mônica Hoff y Eva Posas. Fotografías realizadas durante el Programa de Residencias Artísticas Al Balad 2022 (Ministerio de Cultura Saudí & Hafez Projects) y durante expediciones de Stultifera Navis Institutom entre 2018 y 2021.

“Vi que no hay Naturaleza.

Que la Naturaleza no existe.

Que hay montes, valles, planicies,

Que hay árboles, flores, hierbas,

Que hay ríos y piedras,

Pero que no hay un todo al que eso pertenezca,

Que un conjunto real y verdadero de las cosas

Es una dolencia de nuestras ideas.”

— Alberto Caeiro

1.

 

Se trata de una afirmación nada original y a la cual se han adscrito en las últimas décadas múltiples voces en el área de las ciencias, las artes, la defensa del medio ambiente y de los derechos de los pueblos originarios. Sin embargo, por el devenir de nuestro contexto es necesario insistir en ella: no hay tal cosa como una división entre naturaleza y cultura.

 

El proyecto civilizatorio moderno se ha expandido por los diferentes territorios del planeta imponiendo la noción divisoria, separando conceptualmente la historia humana de los ecosistemas en que ocurre e imponiendo la reproducción de cierto modo de consumo al resto de subjetividades con las que comparte el mundo. Ha relegado la perspectiva de otras especies animales a “comportamientos”, ha conferido a las plantas la condición de objetos decorativos o herramientas de ingeniería biótica, se ha abrogado el derecho de destruir montañas o selvas en función de producir “riqueza”, y ha relegado el papel de los sueños al de meros reflejos prospectivos del mundo material.

 

Esta condición atañe a lo que llamamos cultura. Concierne a todo aquello que valoramos al punto de cuidarlo, de estudiarlo, de exhibirlo en nuestros mejores edificios y preservarlo para que pueda ser contemplado por las generaciones futuras. Concierne también a los sujetos que enuncian y desde dónde lo hacen.

 

Si se decreta desde el púlpito o el escritorio la unión entre naturaleza y cultura, se instrumenta el uso de lo que esos conceptos pretenden englobar: colectividades, ecosistemas, ideas, lenguas. Promulgar un pedazo de ciudad como un espacio biocultural proyecta una promesa sobre el futuro, pero mantiene la consideración entre el “ellos” y el “nosotros” (que considera a los no-humanos como meros dispositivos sociales) intacta.

 

Esa conceptualización no es inocente. Quien dispone funcionalmente de humanos y no-humanos para el diseño de un espacio expositivo, realiza el mismo ejercicio conceptual que los organizadores de los grandes proyectos coloniales. Se entiende que el poder prometa restaurar la escisión inexistente: busca introducir a árboles, flores, hierbas, ríos y piedras, en su concepto de historia y con ello, supeditarlos a su mandato. Arrancarles de su ambigüedad de árboles, flores, hierbas, ríos y piedras, e imponerles su propia mitología.

 

En tal contexto, una museografía ejercida sobre un bosque es un acto totalitario.

2.

 

La crítica sobre el binomio naturaleza-cultura será entonces un cuestionamiento sobre la construcción y reproducción de museos e instituciones análogas (galerías, foros de exposición artística y/o de reflexión crítica); sobre la deontología concerniente al ejercicio de la museografía y la museología como prácticas en el contexto de la catástrofe socioambiental de nuestro tiempo.

 

Se revela un llamado urgente a descentrar la energía creadora: a desplazar la mirada de los centros hegemónicos urbanos que —en su voracidad— buscan expropiar la potencia simbólica de los ecosistemas silvestres.

 

Si el nuevo paradigma es la funcionalidad de los espacios verdes minuciosamente diseñados, la rebelión en términos culturales estará en la interpretación de un logos que ya existe alejado de las ciudades, en los sitios de difícil emplazamiento urbano, donde la masificación agoniza, donde la vida es fecunda sin la intervención humana, donde los asentamientos perduran poco.

 

En tal sentido, el desierto es el territorio insubordinado por antonomasia.

3.

 

Hablaremos del desierto como aquel territorio árido y no cultivable, que se extiende entre ciudades y campos agrícolas —que no forman parte del mismo—, y cuyo poblamiento humano es escaso.

 

Proponer una museología del desierto, por tanto, supone una propuesta de estudio sobre su historia, sobre las colectividades que lo han recorrido, sobre la catalogación de lo que en este sobrevive, sobre los imperativos para su conservación.

 

Supone la oposición a cualquier infraestructura exógena salvo aquella construida por quien el desierto habita, sabiendo el carácter siempre provisional de la residencia.

 

Entraña el reconocimiento de las entidades y símbolos que el desierto moran: los ríos que corren cada dos décadas, la cosmología de sus cactáceas organizadas como un tejido de esporas sobre un arenal, los gigantes convertidos en cerros, o el susurro de animales diminutos que en su continuo desliz se ocultan del sol.