Fragmento del “Tratado de arquitecturas transmutantes”, creación colectiva con Giulianna Zambrano, Francisco Arrieta como parte del programa Des/Territorio. Proyecto desarrollado como parte del Programa de Creación en Residencia “Caja Negra” de Teatro para el Fin del Mundo y el Fondo de Ayudas para las Artes Escénicas Iberoamericanas “Iberescena” (2021).
Iniciemos por establecer el término del cual partimos. Niger Arca, literalmente traducido del latín sería "Caja Negra", que es el título de la residencia que nos ha convocado. He decidido sin embargo utilizar la locución latina por sus maleabilidad conceptual: Arca —en su acepción original— puede ser una tablilla o incluso una embarcación arcaica. En la Torah, Noé salva a las especies terrestres del diluvio resguardándolas en esta, y Jehová esconde el detalle de su alianza con el pueblo elegido en una Arca indefinida que terminaría por perderse. Arca es un espacio en el que se escriben cosas para que sobrevivan; en el cual es posible guardar secretos.
En el campo de la aeronáutica, la Niger Arca es aquella donde queda registrada toda la actividad del vuelo. Ha sido diseñada de origen para sobrevivir impactos extremos y altas temperaturas: es decir, la destrucción de la aeronave que la contiene. Su intención es perdurar al colapso. En caso de percance, dar testimonio de hechos. Ser un archivo indestructible y funesto.
Caja Negra a su vez alude a un modelo matemático. Explica la relaciones funcionales entre seres vivos, entre máquinas, y de todos los anteriores entre sí. Propuesto por la teoría de sistemas y la computación desde mediados del siglo XX, el modelo conceptual de la caja negra nos auxilia en el estudio de sistemas complejos ignorando el funcionamiento interno de un elemento, a expensas de entender su respuesta ante ciertos estímulos y ser capaz de predecir su comportamiento de manera plausible.
Dicho modelo funciona —por ejemplo— para entender el rol de una neurona a cuya gradación y cualidad de estímulos corresponde en tal esquema un sistema diferenciado de respuestas en el que deja de ser relevante el funcionamiento interno de la célula cerebral, sino la capacidad que tengamos de predecir sus respuesta ante ciertos estímulos o bien, conocer durante qué momentos esta muestra mayor actividad.
En comunicación, la caja negra se utiliza para conceptualizar estudios que descartan el contenido y sintaxis de los mensajes, enfocándose en su mera prevelecencia.
La cuestión que nos convoca es la investigación sobre la caja negra de un avión abandonado que luego de tres lustros de servicio a la intemperie, ha sido reducido en la forma antes expuesta*. La raíz conceptual hasta aquí descrita, sin embargo, reconoce en Niger Arca un concepto aplicable al catálogo de demoliciones presentado en el contexto de este festival y simposio.
Un espacio en ruinas es un sitio proclive al cual ir a guardar secretos. Resiste al paso del tiempo. Si se quema, ¿acaso se agotarán sus misterios?
* Refiere a la ponencia que Desarrolla el estado de canibalización del Boeing 727-200 expuesta por Francisco Arrieta como parte del mismo Tratado.
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Remito a lo que nos convoca por exponer que esta investigación no ha sido planteada sobre un horizonte inocente.
Tanto en la pérdida del avión y la forma de referirnos a ese acontecimiento como documentación, como en el objeto específico de una memoria material del avión que alguna vez voló, subyace un concepto que inunda el mandato que nos convoca: el archivo.
Esta presentación será debidamente registrada con el fin de convertirse en archivo, el cual a su vez se nutrirá de otros archivos. Ignoramos si el resultado de esta presentación será consultado algún día, pero percibimos en el imperativo de que este acontecimiento ocurra y en el mandato de que sea registrado, una materialidad que moviliza cuerpos, recursos y discursos específicos.
Por un momento pudiéramos omitir en nuestro análisis el contenido de lo que aquí está siendo expuesto. Niger Arca sería el modelo mediante el cual se forma un circuito que rescata, interpreta y complejiza los restos del Boeing 727-200, generando una serie de acciones respecto al mismo, a su vez debidamente registradas y consecuentemente transformadas en más archivo —a su vez susceptible de algún día ser rescatado, interpretado y complejizado.
En términos meramente esquemáticos, el modelo nos arroja la paradoja de nuestra propia materialidad dispuesta en términos temporales: seremos cajas negras hablando con las cajas negras del futuro, acerca de cajas negras pasadas, cuyo contenido posiblemente ignoremos.
La paradoja sería inofensiva a excepción de estar dispuesta dentro de un sistema de patronazgo, interpretación y normativización determinado. Y es aquí donde resulta pertinente la mención al Consejo Intergubernamental Iberescena en su reunión 29º, que en deliberación vía virtual entre el 9 y 26 de diciembre de 2020 ha optado por sufragar esta investigación, no sin antes:
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no determinar detalladamente su contenido y técnica escénica resultante,
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ni la posibilidad de que se ejecute presencialmente o vía remota,
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sino la forma detallada en que el resultado será archivísticamente almacenado.
Ello, a fin de cumplir los objetivos estratégicos del programa interestatal: la creación de públicos, la promoción de derechos, la distribución equitativa de los grupos de trabajo, la inclusión de las comunidades marginadas.
A cambio de los recursos necesarios para esta investigación, el programa interestatal solicita un informe. Esta investigación es, en cierta forma, la preparación de ese informe.
Nuestro análisis hasta aquí, sería limitado, si no advirtiéramos sobre el proceso mediante el cual los estados iberoamericanos en el contexto de la Gran Reclusión iniciada en 2020, han dispuesto la oportunidad de que los artistas y sus cuerpos indaguen determinados objetos, su función patrimonial y el territorio al que pertenecen.
¿Con qué fin? Este informe irá a su vez incluido en otros tantos, que en su desinterés por el contenido estructurarán el juego de capas que es la Niger Arca de externalidades culturales que los Estados han legado a los artistas: convertir lo intangible —un avión en medio del monte utilizado como espacio de experimentación durante más de un lustro—, en archivo.
A fin de cuentas, en el esquema de la Niger Arca el contenido del archivo es irrelevante, sino el efecto de acumulación de datos almacenados en las cajas negras de los Estados iberoamericanos. Esta acumulación, transducida en capital financiero, es interpretada como inversión cultural y susceptible de ser evaluada con indicadores sociales.
Se trata pues, de un proceso de minería de datos, cuyo desarrollo ha continuado durante la etapa de Gran Confinamiento.
Ello impone una búsqueda específica: no únicamente la adaptación del teatro a formatos de exhibición o co-presencia en vía remota —que sería lo que se supondría dadas las restricciones sanitarias—, sino también a formatos que le permitan reproducirse archivísticamente. Es decir: inscribirse en la Niger Arca.
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¿Cuáles son las características de dicha transición?
La performatividad exige video; transmitido en vivo o replicada bajo demanda. Eso implica cámaras, computadoras, conexión a Internet. Es decir, infraestructura que conecte al teatro con las cajas negras que contienen lo que el estado llama inversión cultural.
Pero hay que ser muy claros aquí: no hablamos de cualquier tipo de video, sino de la particular codificación dirigida a las plataformas de consumo digital: H.264, ProRes 422, entre otros.
Estos Códecs tienen dueños, así como las plataformas que hacen posible el nuevo teatro. Su uso antecede al Gran Confinamiento, en la exigencia gradual de que el teatro se registre para comprobar que ha existido: es decir, que constituya archivo.
El video ‘archiviza’ a los cuerpos, los codifica, los anonimiza.
El arte de la presencia, que se creía expandido, en realidad se encontraba en vías de restricción de su campo.
La caja negra es ese espacio indefinido en que hemos metido al teatro para poder verlo y estudiarlo, pero una vez dentro de ella somos incapaces de entender cómo funciona.
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Regresemos brevemente al avión.
¿Qué se destruyó?
En términos generales: chatarra.
En términos testimoniales: un teatro.
En términos de infraestructura cultural: posiblemente nada.
La presencia de los cuerpos en el sitio lo convertía en algo.
Incluso hoy la presencia de esos cuerpos invocando su recuerdo lo convierte en algo.
Pero pronto esos cuerpos dejarán de asistir al sitio. En cambio, la minería de externalidades culturales pronto lo precipitará en archivo mediante el procesamiento de sus partes.
Aunque quizá —quizá— de alguna forma prevalezca. Pero si así fuere, ¿qué haríamos con él?
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El término clave en este caso, es el de Eudaimonía: la búsqueda de una vida mejor.
El siglo en curso nos ha vuelto testigos de la sucesión de acontecimientos simultáneamente apreciables gracias al uso de las tecnologías: la marginalización de la vida, la exacerbación de la violencia política, el desplazamiento forzado, los ecocidios…
En un entorno que les es hostil, los artistas han reaccionado con el gesto contracultural más radical de los posibles: buscar el bien común. Intentar, por lo menos en su pequeño ámbito, restituir la nobleza del mundo.
Contrario a la noción moderna que le disocia de cualquier deontología, la asociación del arte a la ética tiene orígenes remotos. Para Aristóteles, frónesis era la facultad, del artista o de cualquier persona, de vivir la vida con sabiduría y nobleza. Precisaba la búsqueda continua a través de la práctica.
Esta búsqueda, en lo sucesivo llamada ‘investigación’, se ha ejercido contemporáneamente sobre el archivo, que es la forma con que llamamos al sustrato material de nuestra memoria.
La teoría de la caja negra aplicada al archivo lo vuelve un enlace o punto de intersección material, entre campos distintos: la intersección entre la estética, la ética y la política; entre lo humano y lo no-humano; entre lo incluido y lo excluido; entre lo personal y lo político; entre la tecnología y los medios-ambientes.
La opción por el archivo, en el arte, estaría vinculada a la Eudaimonía como voluntad de búsqueda de lo intangible.
El término proviene del griego “eu”, bueno, “daimon”, espíritu, demon, demonio, daimon, daimón. En la arcaica religión griega, un demonio era un ser intermedio entre humanos y muertos. Se creía que los espíritus nobles eran humanos de la edad de oro que protegían y guiaban a los hombres en su camino hacia el Hades. El cristianismo importó esa idea, encomendando a los santos —oficiales y anónimos— la protección de los vivos y la guía de vuelta al paraíso. Con la laicidad, la creencia en los espíritus decayó, pero la necesidad de hablar con los muertos prevaleció en la preocupación por el patrimonio.
Al dejar de creer en las musas y los santos, los artistas se encomiendan al registro.
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Contemos la historia del Ícaro que no voló.
El hábil Dédalo, esperando algún día escapar de una ciudad en que se había prohibido mirar las estrellas, construyó un avión para sus hijos. Después de unos años, murió. Con el paso del tiempo su progenie olvidó el nombre del constructor de la aeronave.
Ícaro, uno de sus lejanos descendientes, heredó las alas de la nave y se reunía con amigos en la carcaza del avión en desuso, preguntándose cómo y para qué emplearlo.
Un día alguien quemó el avión y las alas: Ícaro quedó estupefacto, sin saber qué hacer con sus cenizas.
Envejeció en una ciudad segura y renovada, diseñada por el tirano Minos, cuya restricción de ver las estrellas prevaleció por generaciones.
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A menudo olvidamos que la historia de Ícaro y Dédalo es la de un padre que da a su hijo el instrumento para su liberación. La vanidad del heredero nos ciega sobre el amor y la rebeldía del padre.
En las sociedades antiguas la tradición se transmitía de generación en generación mediante destrezas y oficios. Los hijos internalizaban durante años la técnica de los padres. El trabajo era la afirmación de la continuidad filial. El arquetipo de Dédalo es el del ingenio tecnológico vinculado a la tradición.
En las sociedades contemporáneas dichas destrezas se han convertido en las tecnologías para cuya realización ha sido necesario el saber acumulado de una multitud de personas. Cajas negras en que hemos encerrado a nuestros ancestros, y con ello, los hemos vuelto anónimos.
La Niger Arca y sus subsidiarios archivísticas ignoran nuestro patrimonio personal. Por eso la opción por el archivo ha parecido a tantos necesaria en la búsqueda de valores intangibles.
El avión, a su vez, fue el resultado de la suma de conocimientos técnicos producidos por los ancestros sin nombre: una caja negra que permitía acelerar el transporte entre la capital y su periferia; entre un país y otro. Con el paso del tiempo, el avión se convirtió en el símbolo de un acontecimiento: la llegada de la aviación a este territorio: una efeméride del progreso: arquitectura.
Sin embargo, lentamente, el avión echó raíces y rebeló un inusitado comportamiento. Instalado en el hábitat de una laguna selvática, el Boeing 727-200 comenzó a camuflarse entre la hierva, comenzó a proferir rugidos agudos, a restregarse en el barro y a comer gente.
Fundido con la región de que formaba parte, con la suma de edificios cuya labor constructiva había borrado a los ancestros pero de cuyos muros emergían ahora —revelándose— los brotes frenéticos de la vida resistiéndose a ser domesticada como proyecto de futuro, emergía, sutilmente, lo olvidado intangible. En su interior, los espíritus de un devenir distinto y frágil se manifestaban.
El avión era uno más de los edificios vivos y rebeldes: una guarida solo apta para seres iniciados en los saberes del Teatro para el Fin del Mundo.
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Luego vino el incendio.
La hipóstasis, el sacrificio.
¿A dónde huyen los espíritus en este caso?
¿Se ha incendiado la Eudaimonía?
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Territorio de paradojas, al incendio y las suplantaciones posteriores sobrevive la caja negra en nuestras manos, que resulta ser, justamente, un archivo. Resultaría injusto sin embargo a estas alturas recibirlo y trabajar en este de manera acrítica.
Quizá entonces, la teoría se esboce en los cuestionamientos que a la Niger Arca seamos capaces de hacer:
Será necesario hablar de la deuda. De cómo esta vincula nuestro pasado y predetermina nuestro futuro aferrándola a los mecanismos de renovación y suplantación de arquitecturas. A la deuda por causa de la cual el archivo existe.
Será necesario hablar de la melancolía del archivo —como Sean Cubitt** la llama—. Sobre la maniática imposibilidad de preservarlo todo, de recolectar los restos; de pretender evitar su degradación.
Será necesario reconocer que la existencia del archivo es producto de la extracción y transformación colonial, del ocultamiento de lo no-asimilado, de la discriminación de unos relatos por otros.
Será necesario reconocer cuán difícil sería reparar nuestra deuda con lo que permitió que ese archivo exista.
Se supondrá que trabajar con archivos nos permitiría rehabilitar en el arte el encuentro con los ‘otros’ perdidos. Pero el Gran Confinamiento ha denegado los encuentros corpóreos, pues en ellos se esconde la muerte.
De persistir en Niger Arca durante el aislamiento, correríamos el riesgo de terminar encerrados en la caja de reverberación de las externalidades culturales de los Estados modernos. Replicaríamos un discurso, que al atacar críticamente el patrimonio, sería materialmente funcional a la minería de datos de los grandes capitales financieros.
La Eudaimonía en tiempos de la peste, nos impone la soledad. No se trata solo de aislar a los enfermos, sino sus sepulcros. El buen vivir en tiempos del Gran Confinamiento, ostenta la pulcritud de los espacios y el mandato de quedarse en casa. De construir ciudades pulcras y seguras, debidamente normadas, de homologar las formas de vida a una vida sana.
La Eudaimonía en tiempos de la peste termina por negar nuestro potencial futuro: la certeza de que un día próximo seremos ancestros, ¿pero seremos capaces acaso, de cumplir nuestro deber como indicadores del camino al Hades?
** Sean Cubitt (2017). "Aesthetics and Anaesthetics: Eudaimonism and Melancholia in the Archive" In Grau (Ed.), Museum and Archive on the Move: Changing Cultural Institutions in the Digital Era (pp. 173-183). Berlin, Boston: De Gruyter.
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En su raíz léxica, la Eudaimonía oculta una noción extraviada perteneciente a los ritos griegos pre-aristotélicos: la emergencia de 'otros' espíritus —daimones caóticos y egoístas—, los que a su vez acechan nuestro paso por el mundo y titilan en el umbral que nos conduce a Hades.
No concederle a nuestros antepasados —y a la tradición, cualquiera que esta sea— formas de vida no-éticas, lujurias inconfesables, arrebatos bulliciosos y súbitos, vicios y caprichos, avaricia, juicios arbitrarios; sería arrancarles su sustrato humano. Sería arrancarnos nosotros mismos de nuestro futuro como guías en el umbral del sueño.
Si en la caja negra del Boeing 727-200 que son un montón de piezas chamuscadas se oculta la noción de un cadáver expuesto, quizá de su fuero interno surja aún el cúmulo de saberes clandestinos y patrimonios censurados que durante generaciones se gestaron para construirlo, hasta, finalmente y fruto de su propia fuerza destructiva, terminar por incendiarle.
Aparecerá el archivo de su dilatada caída: la congregación de vagos malolientes, el vandalismo plástico, los condones escondidos en las gavetas, las fantasías bélicas ahí orquestadas, el deseo furioso aferrado a los metales, la exploración lúdica de los caminos de Asclepio.
El archivo será entonces usado no en su variante nostálgica.
La tradición será retomada no como una afirmación identitaria y funcional. Serán los gestos que concurran en las piezas de la caja negra el instrumento del juego demoniaco. Como el niño que desentierra los huesos de su padres para jugar con ellos.
En el fondo, en la prohibición —en los modelos matemáticos— de abrir la caja negra subyace un temor de lo que podría haber dentro. Abriendo la nuestra se abre la puerta de la Cacodaimonía, una conjura a los espíritus de antaño para la afirmación gozosa y destructiva.
Recobrar los cultos prohibidos, para que el hechicero escape y embruje todos los enlaces que alimentan a la Nigera Arca, depredándola por dentro.
Abrir la caja negra, para ser caníbal de aviones.