Pronto en esta Ciudad terminará el llanto. No habrá una gran alarma que lo advierta ni un protocolo imaginará la mejor respuesta a la catástrofe. “El llanto está ausente” será un anuncio que nadie habrá extrañado y que los noticieros no registrarán como historia carpida. La desaparición del llanto emergerá de un largo camino de alegrías cotidianas o de olvidos sutiles, de memorias y de tiempos surgidos de sueños con feudos cercanos a la fantasía o la catástrofe divina, pero alejados del crepitar de la piedra y del casco, del hormigón cincelado y del ladrido ahogado en polvo de llovizna y de biznaga y de denuncia de una contravención a veces inventada o casi siempre sumergida. Se entenderá que el tiempo no está hecho de catástrofes sino de vida sutilmente tergiversada, de la lentitud con que obra en la materia la mentira, de las ondas cáusticas largamente vertidas sobre el fango, sobre las columnas que sostienen la existencia por donde corre la sangre y alberga sentencias ocultas: donde el cuerpo amenaza pues se ha vuelto mórbido el deseo y suspira y afrenta a otros cuerpos que imagina desnudos y muertos; donde la enfermedad se comparte pues la muerte mayoritaria llega con cautela serial: así, también la Ciudad lánguida, perversa, enferma, perecerá, crónica, por exceso de palabras. Terminará el llanto cuando las multitudes regresen a casa, urdan listas de pendientes, cepillen los escritorios, amolden las fotografías, inspeccionen los números. Los muros serán nuevamente lisos cuando el llanto se aplane, las calles se limpiaran como el brazo a la mejilla, y los restos se adentrarán en la piel como cicatrices del concreto. Volverán los mismos errores amparados por la lluvia. Vendrán los mismos nuevos brillos a la Megalópolis impulsados por el agua bullida. El sol aprenderá de nuevo a florecer marchas y el humo teñirá de arrugas el tráfico de ciertas mañanas. Contaremos que para habitar lagos --la serpiente advirtió a los Mexicas--
hay que aprender a suspirar,
y con sus polipéptidos domaron la inmovilidad de la superficie sellando la inmersión al Mixtlán empuñando las garras del águila migrante. Se ausentará el llanto nuevamente y los ciudadanos se alzarán orgullosos sobre el dominio palustre. Los ojos olvidarán que lloraron cuando emerjan nuevas pirámides y cráneos imaginando que el futuro es también antiguo y que la memoria se puede recuperar a través de los objetos. Alguien volverá a sospechar que la arquitectura es navegación sísmica y dibujará la supervivencia como una tripulación de cincuenta millones con mástiles de cristal ante la tormenta. Las avenidas se convertirán en amarres, sus leyes en anclas, sus torres en ojos de vigía subidas en las vergas del capital, y un mapa bastará para evocar la república de un sueño: la constitución hecha nave y la ruta de un astrolabio concéntrico comprometido con la inmovilidad de las brújulas que apuntan al ombligo de la luna, y los vellos del vientre emergiendo como las civilizaciones de fauna y flora en proceso de depilación. No habrá sino un sueño de quien olvidó llorar. En nuestros plazas se hablará de lágrimas con interés académico, nuestros sindicatos llevarán el nombre del llanto de una fecha específica y emergerá el Frente de Lágrima Popular para movilizar la angustia; pero nadie llorará. Pasados los años, alguien revisará el archivo del llanto extrayendo del mismo su artificial nostalgia le parecerá ésta a un tiempo humillante y desconocida: la de aquellos que supieron llorar. Se hablará de acopios de lágrimas, de mujeres que arrancaban de la tierra los restos de la infamia y los transportaban en cubetas para suturar el rastro de una viajera extraviada en su asiento de maquila, se hablará de las colegiaturas que financiaron una columna espectral, de soldados que olvidaron la guerra por un instante y de una epidemia de tristeza derrumbándolo todo, compartiéndolo desesperadamente; de lluvias que sacaron gente a la calle para defender la terquedad de la serpiente, del digno anonimato y de cómo la zozobra levantaba banderas empuñadas por epopeyas digitales. Se hablará con orgullo de las semanas lúgubres, pero nadie llorará. Se olvidará el agua hasta la fecha del siguiente llanto: treinta y dos años para volver a llorar. Nos mentaremos la madre hasta entonces, nos ignoraremos educadamente (o no) asistiendo a eventos multitudinarios hasta entonces, transformaremos la polis sobre el territorio indiferente que la justifica, y concurriremos puntualmente a las cotidianas batallas de la movilidad. Lo entenderemos todo, hasta entonces, hasta que nuestra presencia vuelva a mostrar nuestra justificación impía y delatar nuestra inteligencia incompetente. Reiremos ante los chistes sobre nuestro hacinamiento y predicaremos teología sobre nuestro sobrevivir sin lamento; y así, cultivaremos la alegría sin saber aún darnos nombre sobre la Ciudad de la amenaza.
(Ciudad de México, septiembre de 2017)
A un año, abandonando la Ciudad de la amenaza.