La gran obsesión del siglo XIX fue, como sabemos, la historia: con sus tópicos de desarrollo y suspensión, de crisis y ciclo, de la sobre-acumulación del pasado, con su preponderancia de hombres muertos y la amenazante glaciación del mundo. El siglo XIX encontró sus recursos mitológicos en el segundo principio de la termodinámica. La época actual tal vez sea sobre todo la época del espacio. Estamos en la época de la simultaneidad, de la yuxtaposición, la época de lo cercano y lo lejano, del lado-a-lado, y de las dispersiones. Creo que estamos en un momento en el que nuestra experiencia del mundo es menos la de una larga vida que se desarrolla a través del tiempo, que la de una red que conecta puntos e intersecta con su propia madeja. Uno podría decir que ciertos conflictos ideológicos que animan las polémicas actuales oponen a los piadosos descendientes del tiempo con los habitantes decididos del espacio. El estructuralismo, o al menos ese pensamiento que decide agruparse bajo este nombre un poco demasiado general, es el esfuerzo por establecer, entre los elementos que podrían haber sido conectados en un eje temporal, un conjunto de relaciones que los hace aparecer como yuxtapuestos, enfrentados entre sí, implicadas los unos con los otros –que los hace parecer, en definitiva, como una especie de configuración. En realidad, el estructuralismo no implica una negación del tiempo; implica una cierta manera de lidiar con lo que llamamos tiempo y lo que llamamos historia.
Sin embargo, es necesario notar que el espacio que hoy parece formar el horizonte de nuestras preocupaciones, nuestra teoría, nuestros sistemas, no es una innovación; el espacio por sí solo tiene una larga historia en la experiencia occidental. No es posible tampoco ignorar la fatal intersección del tiempo con el espacio. Se podría decir, retractándose un poco de esta historia del espacio, que en la Edad Media había un conjunto jerárquico de lugares: lugares sagrados y lugares profanos; lugares protegidos y lugares abiertos y expuestos; lugares urbanos y rurales (todos ellos concernientes a la vida real de los hombres). En la teoría cosmológica, estaban los lugares supracelestiales, a diferencia de lo celestial, y el lugar celestial estaba a su vez opuesto al lugar terrestre. Había lugares donde las cosas se habían colocado porque habían sido desplazadas violentamente, y luego, en los lugares contrarios, sitios donde las cosas encontraban su terreno natural y su estabilidad. Era esta jerarquía completa, esta oposición, esta intersección de lugares constituía lo que se podría llamar más o menos, el espacio medieval: el espacio de emplazamiento.
Este espacio de emplazamiento fue abierto por Galileo. Porque el verdadero escándalo de la obra de Galileo no estaba tanto en su descubrimiento o redescubrimiento, de que la tierra giraba alrededor del sol, sino en su constitución de un espacio infinito e infinitamente abierto. En tal espacio, el lugar de la Edad Media resultó disolverse, por así decirlo; el lugar de una cosa ya no era más que un punto en su movimiento, así como la estabilidad de una cosa era sólo su movimiento indefinidamente ralentizado. En otras palabras, a partir de Galileo y el siglo XVII, la extensión fue sustituida por la localización.
Hoy en día, el sitio ha sido sustituido por la extensión, que a su vez había reemplazado al emplazamiento. El sitio se define por las relaciones de proximidad entre puntos o elementos; formalmente, podemos describir estas relaciones como series, árboles o cuadrículas. Además, la importancia del sitio como un problema en el trabajo técnico contemporáneo es bien conocida: el almacenamiento de datos o de los resultados de un cálculo en la memoria de una máquina; la circulación de elementos discretos con una salida aleatoria (el tráfico de automóviles es un caso simple, o bien, los sonidos en una línea telefónica); la identificación de elementos marcados o codificados dentro de un conjunto que puedan ser distribuidos aleatoriamente u organizarse de acuerdo con clasificaciones individuales o múltiples.
De una manera aún más concreta, el problema de situarse o colocarse surge para la humanidad en términos de demografía. Este problema del sitio humano o del espacio habitable no es simplemente el de saber si habrá suficiente espacio para los hombres en el mundo –un problema que es ciertamente bastante importante– sino también el de saber qué relaciones de proximidad, qué tipo de almacenamiento, circulación, marcado y clasificación de elementos humanos debe ser adoptado en una situación dada con el fin de lograr un fin dado. Nuestra época es aquella en la que el espacio toma para nosotros la forma de relaciones entre sitios.
En cualquier caso creo que la ansiedad de nuestra era tiene que ver fundamentalmente con el espacio, sin duda mucho más que con el tiempo. El tiempo probablemente nos parece sólo como una de las diversas operaciones distributivas que son posibles para los elementos que se extienden en el espacio.
Ahora bien, a pesar de todas las técnicas para apropiarse del espacio, a pesar de toda la red de conocimiento que nos permite delimitarlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo tal vez todavía no está completamente desantificado (aparentemente a diferencia del tiempo, que estaba separado de lo sagrado ya en el siglo XIX). Posiblemente hablemos de su desantificación teórica (la señalada por la obra de Galileo), pero es posible que aún no hayamos llegado al punto de su desantificación práctica. Y tal vez nuestra vida todavía está gobernada por un cierto número de oposiciones que siguen siendo inviolables, que nuestras instituciones y prácticas aún no se han atrevido a romper. Se trata de oposiciones que consideramos simples, por ejemplo: entre el espacio privado y el espacio público, entre el espacio familiar y el espacio social, entre el espacio cultural y el espacio útil, entre el espacio de ocio y el del trabajo. Todos estos todavía se nutren de la presencia oculta de lo sagrado.
El trabajo monumental de Bachelard y las descripciones de los fenomenólogos nos han enseñado que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino por el contrario en un espacio completamente impregnado de cantidades y tal vez profundamente espectral. El espacio de nuestra percepción primaria, de nuestros sueños y nuestras pasiones, tiene dentro de si cualidades que parecieran intrínsecas: ligereza, etereidad, transparencia, o también oscuridad, aspereza, gravedad; un espacio de cumbres, de alturas, o por el contrario un espacio de barro, es decir, de las profundidades; un espacio líquido, como agua cristalina, o un espacio congelado, como piedra o como cristal. Sin embargo estos análisis, si bien fundamentales para la reflexión en nuestro tiempo, se refieren principalmente al espacio interno. Me gustaría hablar ahora del espacio externo.
El espacio en el que vivimos, que nos saca de nosotros mismos, en el que se produce la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia, es el espacio que nos sujeta, y es también en sí mismo, un espacio heterogéneo. En otras palabras, no vivimos en una especie de vacío dentro del cual podríamos colocar a individuos y cosas. No vivimos dentro de un vacío que podría ser coloreado con diversos tonos de luz. Vivimos dentro de un conjunto de relaciones que delinean sitios que son irreductibles unos a otros y absolutamente no superponibles los unos sobre los otros.
Por supuesto, uno podría intentar describir estos diferentes sitios buscando el conjunto de relaciones por el cual se puede definir un sitio determinado. Por ejemplo, se podría describir el conjunto de relaciones que definen los sitios del transporte: calles, trenes (un tren es un paquete extraordinario de relaciones porque es algo a través de lo cual uno pasa, por medio de lo cual uno va de un punto a otro, y luego también algo que se va de nosotros), etcétera. Se podría describir a su vez, por el grupo de relaciones que les permite ser definidos, los sitios de relajación temporal –cafés, cines, playas. Asimismo uno podría describir a través de su red de relaciones, los sitios cerrados o semi-cerrados del descanso –la casa, el dormitorio, la cama, etc. Pero entre todos estos sitios, me interesan algunos que tienen la curiosa propiedad de estar en relación con todos los demás sitios, de tal manera que sospechan, neutralizan o invierten el conjunto de relaciones que designan o reflejan. Estos espacios que están vinculados con todos los demás y que sin embargo contradicen todos los demás sitios, son de dos principales tipos.
Primero están las utopías. Las utopías son sitios sin lugar real. Son sitios que tienen una relación general de analogía directa o invertida con el espacio real de la Sociedad. Presentan a la sociedad misma en una forma perfeccionada, o al contrario, a la sociedad volteada por completo, pero en cualquier caso estas utopías son espacios fundamentalmente irreales.
También hay, probablemente en todas las culturas y en todas las civilizaciones, lugares reales –lugares que existen y que se forman en la fundación misma de la sociedad– que son algo así como contra-sitios, una especie de utopia efectivamente promulgado en que los sitios reales, todos los otros sitios reales que se pueden encontrar dentro de la cultura, están representados, disputados e invertidos simultáneamente. Lugares de este tipo están fuera de todos los lugares, aunque puede ser posible indicar su ubicación en realidad. Debido a que estos lugares son absolutamente diferentes de todos los sitios que reflejan y de los cuales hablan, los llamaré, a modo de contraste con las utopías, heterotopías. Creo que entre las utopías y estos otros sitios, estas heterotopías, podría haber una especie de experiencia mixta y conjunta, que sería el espejo. El espejo es, después de todo, una utopía, ya que es un lugar sin lugar. En el espejo, me veo allí donde no estoy, en un espacio virtual irreal que se abre detrás de la superficie. Estoy allí, justo donde no estoy, en una especie de sombra que me da mi propia visibilidad y que me permite verme allí donde estoy ausente: tal es la utopía del espejo. Pero también es una heterotopía en la medida en que el espejo existe en la realidad, donde ejerce una especie de contraacción sobre la posición que ocupo. Desde el punto de vista del espejo descubro mi ausencia, desde el lugar donde estoy, me veo allí. Partiendo de esta mirada que, por así decirlo, está dirigida hacia mí, desde el suelo de este espacio virtual que está al otro lado del cristal, vuelvo hacia mí mismo; empiezo de nuevo a dirigir mis ojos hacia mí mismo y a reconstituirme allí donde estoy. El espejo funciona como una heterotopía en este sentido: hace que este lugar que ocupo en el momento en que me miro en el cristal, a la vez absolutamente real, se vincule con el espacio que lo rodea de forma irreal, ya que para ser percibido tiene que pasar por este punto virtual que está allí.
En cuanto a las heterotopías como tales, ¿cómo se pueden describir, qué significado tienen? Podríamos imaginar una especie de descripción sistemática –no digo una ciencia porque el término está demasiado galvanizado ahora– que, en una sociedad determinada, tomaría como objeto el estudio, análisis, descripción y "lectura" (como algunos les gusta decir hoy en día), estos diferentes espacios, estos otros lugares. Como una especie de contienda simultáneamente mítica y real del espacio en el que vivimos, esta descripción podría llamarse heterotopología.
Su primer principio es que probablemente no hay una sola cultura en el mundo que no constituya heterotopías. Esa es una constante de cada grupo humano. Pero las heterotopías obviamente toman formas muy variadas, y tal vez no se encontraría una forma absolutamente universal de heterotopía. Sin embargo, podemos clasificarlas en dos categorías principales.
En las llamadas sociedades primitivas hay una cierta forma de heterotopía que yo llamaría heterotopías de crisis, es decir, lugares privilegiados, sagrados o prohibidos, reservados para los individuos que están en relación con la sociedad y el entorno humano en el que viven, en un estado de crisis: adolescentes, mujeres menstruantes, mujeres embarazadas, ancianos, etc. En nuestra sociedad, estas heterotopías de crisis están desapareciendo persistentemente, aunque todavía se pueden encontrar algunos restos. Por ejemplo, los internados en su forma decimonónica. El servicio militar para hombres jóvenes también ha desempeñado ese papel. En ambos casos un reflejo del rol que jugaban las primeras manifestaciones de virilidad sexual, que debían tener lugar "en otro lugar" que no fuera en casa. Para las mujeres había, hasta mediados del siglo XX, una tradición llamada "viaje de luna de miel" que era un tema ancestral. La desfloración de la joven podía tener lugar "en ninguna parte" y, en el momento de su aparición, el tren u hotel de la luna de miel era de hecho el lugar de esta nada, esta heterotopía sin marcadores geográficos.
Pero estas heterotopías de crisis están desapareciendo hoy en día y están siendo reemplazadas por lo que podríamos llamar heterotopías de desviación: aquellas en las que se colocan individuos cuyo comportamiento es desviado en relación a la media o a la norma requerida. Casos de este tipo son los hospitales psiquiátricos y por supuesto, las prisiones. Tal vez debería añadir las casas de retiro que están, por así decirlo, en la frontera entre la heterotopía de crisis y la heterotopía de desviación ya que, después de todo, la vejez es una crisis pero también una desviación, ya que para nuestra sociedad moderna donde el ocio es regla, la inactividad es una especie de desviación.
El segundo principio de esta descripción de las heterotopías es que en una sociedad, a medida que se desarrolla su historia, puede suceder que una heterotopía previamente existente funcione después de un tiempo de una manera muy diferente a como lo hacía en sus orígenes. Cada heterotopía tiene una función precisa y determinada dentro de una sociedad, pero esta misma puede, según la sincronía de la cultura en la que se produce, transformarse.
Como ejemplo tomaré la extraña heterotopía del cementerio. El cementerio es sin duda un lugar diferente a los espacios culturales ordinarios. Es un espacio que sin embargo está conectado con todos los sitios de la ciudad-estado, sociedad o pueblo, etc., ya que cada individuo y familia tiene parientes en el cementerio. En la cultura occidental el cementerio siempre ha existido, pero ha sufrido cambios importantes. Hasta finales del siglo XVIII, el cementerio fue colocado en el corazón de la ciudad, junto a la iglesia. En ella había una jerarquía de posibles tumbas. Estaba el osario en el se encontraban los cuerpos que habían perdido los últimos rastros de individualidad, había algunas tumbas individuales y luego estaban las tumbas dentro de la iglesia. Estas últimas tumbas eran en sí mismas de dos tipos, ya sea simplemente lápidas con una inscripción, o mausoleos con estatuas. Este cementerio ubicado dentro del espacio sagrado de la iglesia ha tomado un elenco muy diferente en las civilizaciones modernas, y curiosamente es en una época en la que la civilización se ha vuelto "atea", como se dice crudamente, que la cultura occidental ha establecido lo que se denomina el culto de los muertos.
Era bastante natural que en una época de verdadera creencia en la resurrección de los cuerpos y la inmortalidad del alma, no se concediera una importancia primordial a los restos. Por el contrario, desde el momento en que la gente ya no está segura de que tiene un alma o de que el cuerpo recuperará la vida, tal vez sea necesario prestar mucha más atención al cadáver, que en última instancia es el único rastro de nuestra existencia en el mundo y en el lenguaje. En cualquier caso, es a principios del siglo XIX que cada uno tiene derecho a su propia cajita para su pequeña decadencia personal; pero por otro lado, es sólo a partir de ese comienzo del siglo XIX que los cementerios comenzaron a estar situados en la frontera exterior de las ciudades. En correlación con la individualización de la muerte y la apropiación burguesa del cementerio, surge una obsesión con la muerte como una "enfermedad". Los muertos, se supone, traen enfermedades a los vivos, y es la presencia y proximidad de los muertos justo al lado de las casas, al lado de la iglesia, casi en medio de la calle, es esta proximidad la que propaga la muerte misma. Este tema importante de la enfermedad propagada por el contagio en los cementerios persistió hasta finales del siglo XVIII, hasta que, durante el siglo XIX, se inició el cambio de cementerios hacia los suburbios. Los cementerios llegaron entonces a constituir, ya no el corazón sagrado e inmortal de la ciudad, sino "la otra ciudad", donde cada familia posee su oscuro lugar de descanso.
Tercer principio. La heterotopía es capaz de yuxtaponer en un solo lugar real varios espacios, varios sitios que son en sí mismos incompatibles. Así es que el teatro trae al rectángulo del escenario, uno tras otro, toda una serie de lugares que son extraños entre sí; así es que el cine es una habitación rectangular muy extraña al final de la cual, en una pantalla bidimensional, uno ve la proyección de un espacio tridimensional; pero tal vez el ejemplo más antiguo de estas heterotopías que toman la forma de sitios contradictorios es el jardín. No debemos olvidar que en Oriente el jardín, una creación asombrosa que ahora tiene miles de años, tenía significados muy profundos y aparentemente superpuestos. El jardín tradicional de los persas era un espacio sagrado que reunía dentro de su rectángulo cuatro partes que representaban las cuatro secciones del mundo, con un espacio aún más sagrado que los otros, que eran como un umbilicus –el ombligo del mundo– en su centro (la cuenca y la fuente de agua estaban allí); y toda la vegetación del jardín se suponía que se uniría en este espacio en este tipo de microcosmos. En cuanto a las alfombras, originalmente estas eran reproducciones de jardines (el jardín es una alfombra sobre la que todo el mundo viene a promulgar su perfección simbólica, y la alfombra es una especie de jardín que puede moverse a través del espacio). El jardín es la parcela más pequeña del mundo y es entonces la totalidad del mundo. El jardín ha sido una especie de heterotopía feliz y universalizadora desde la antiguedad (nuestros modernos jardines zoológicos brotan de esa fuente).
Cuarto principio. Las heterotopías se vinculan con mayor frecuencia a las rebanadas del tiempo, es decir, que se abren a lo que podría llamarse, en aras de la simetría, las heterocronías. La heterotopía comienza a funcionar a plena capacidad cuando los hombres llegan a una especie de ruptura absoluta con su tiempo tradicional. Esta situación nos muestra que el cementerio es en realidad un lugar altamente heterotópico ya que, para el individuo, el cementerio comienza con esta extraña heterocronía, la pérdida de vidas, y con esta cuasi-eternidad en la que su lote permanente es la disolución y desaparición.
Desde un punto de vista general, en una sociedad como la nuestra las heterotopías y heterocronías se estructuran y distribuyen de una manera relativamente compleja. En primer lugar, hay heterotopías de indefinida acumulación del tiempo, por ejemplo los museos y las bibliotecas. Museos y bibliotecas se han convertido en heterotopías en las que el tiempo nunca deja de construirse y encabezar su propia cumbre, mientras que en el siglo XVII, incluso a finales de siglo, los museos y las bibliotecas eran la expresión de una elección individual. Por el contrario, la idea de acumularlo todo, de establecer una especie de archivo general, la voluntad de encerrar en un solo lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas, todos los gustos, la idea de constituir un lugar de todos los tiempos que está fuera del tiempo e inaccesible para sus estragos, el proyecto de organizar de esta manera una especie de acumulación perpetua e indefinida del tiempo en un lugar inmóvil; toda esta idea pertenece a nuestra modernidad. El museo y la biblioteca son heterotopías propias de la cultura occidental del siglo XIX.
Frente a estas heterotopías que están vinculadas a la acumulación de tiempo, hay aquellas por el contrario, vinculadas al tiempo en su aspecto más fugaz, transitorio y precario; al tiempo en el modo de festival. Estas heterotopías no están orientadas hacia lo eterno, son absolutamente temporales [crónicas]. Tales por ejemplo, son los recintos feriales, estos maravillosos sitios vacíos en las afueras de las ciudades que una o dos veces al año se abarrotan con puestos, exhibiciones, objetos exóticos, luchadores, mujeres-serpiente, adivinos, y así sucesivamente. Recientemente, se ha inventado un nuevo tipo de heterotopía temporal: pueblos vacacionales, como aquellos pueblos polinesios que ofrecen tres semanas de desnudez primitiva y eterna a los habitantes de las ciudades. En estas se observa en cierta forma, ambos tipos de heterotopías reunidas –la heterotopía del festival y la de la eternidad acumulada. Las chozas de Djerba a las que se accede por unas cuantas semanas son en cierto sentido parientes de las bibliotecas y los museos, pues su experiencia pretende ser una especie de redescubrimiento del tiempo, como si la historia humana en retrospectiva de sus orígenes fuera accesible mediante una especie de conocimiento inmediato.
Quinto principio. Las heterotopías siempre presuponen un sistema de apertura y cierre que las aísla y las hace penetrables. En general, el sitio heterotópico no es de libre acceso como un lugar público. O la entrada es obligatoria, como en el caso de entrar en una prisión, o de lo contrario el individuo tiene que someterse a ritos y purificaciones. Para entrar uno debe tener un cierto permiso y hacer ciertos gestos. Por otra parte, hay incluso heterotopías que están totalmente consagradas a estas actividades de purificación –la cual es en parte religiosa y en parte higiénica, como el hamman de los musulmanes, o bien una purificación que parece ser puramente higiénica, como en las saunas escandinavas.
Hay otros, por el contrario, que parecen ser aperturas puras y simples, pero que generalmente esconden exclusiones curiosas. Todo el mundo puede entrar en estos sitios heterotópicos, pero de hecho eso es sólo una ilusión: pensamos que entramos donde estamos, por el mismo hecho de que entremos, significa que lo hacemos excluidos. Estoy pensando, por ejemplo, en los famosos dormitorios que existían en las grandes granjas de Brasil y en otros lugares de América del Sur. La puerta de entrada no conducía a la habitación central donde vivía la familia. Cada individuo o viajero que pasaba tenía derecho a abrir esta puerta, a entrar en el dormitorio y a dormir allí por una noche. Ahora bien, estos dormitorios eran tales que el individuo que entró en ellos nunca tuvo acceso a los cuartos de la familia; el visitante era un huésped en tránsito, no un invitado al sitio familiar. Este tipo de heterotopía, que prácticamente ha desaparecido de nuestras civilizaciones, tal vez podría encontrarse en las famosas habitaciones de moteles estadounidenses donde un hombre va con su coche y su amante, y donde el sexo ilícito está absolutamente protegido y absolutamente escondido, manteniéndose aislado y sin mostrarse.
El último rasgo de las heterotopías es que tienen una función en relación con el resto del espacio. Esta función se despliega entre dos polos extremos. O bien su papel es crear un espacio de ilusión que exponga cada espacio real –todos los sitios dentro de los cuales se divide la vida humana– como aún más ilusorio (quizás ese es el papel que jugaron esos famosos burdeles de los que ahora estamos privados). O de lo contrario, su papel es crear un espacio que sea otro, un otro espacio real, tan perfecto, tan meticuloso y ordenado, así como el nuestro es desprolijo, deficiente y confuso. Este último tipo sería la heterotopía, no de la ilusión, sino de la compensación, y me pregunto si ciertas experiencias coloniales no habrán funcionado un poco de esta forma. En algunos casos habrán desempeñado a nivel de la organización general del espacio terrestre, el papel de las heterotopías. Pienso, por ejemplo, en la primera ola de colonización en el siglo XVII, en las sociedades puritanas que los ingleses habían fundado en América y que eran absolutamente perfectos espacios otros. También pienso en esas extraordinarias misiones jesuitas que se fundaron en América del Sur: colonias maravillosas y absolutamente reguladas en las que se logró efectivamente la perfección humana. Los jesuitas del Paraguay establecieron colonias en las que la existencia estaba regulada a cada paso. El pueblo fue dispuesto de acuerdo con un riguroso plano alrededor de un lugar rectangular al pie del cual estaba la iglesia. Por otro lado estaba la escuela, por el otro, el cementerio; y luego, frente a la iglesia, una avenida establecida que otra cruzaba en ángulo recto. Cada familia tenía su pequeña cabaña a lo largo de estos dos ejes y por lo tanto el signo de Cristo se reprodujo exactamente. El cristianismo marcó el espacio y la geografía del mundo americano con su signo fundamental. La vida cotidiana de los individuos estaba regulada, no por el silbato, sino por la campana. Todos se despertaban al mismo tiempo, todos comenzaban a trabajar al mismo tiempo; las comidas eran al mediodía y las cinco; luego llegaba la hora de acostarse y a medianoche llegaba lo que se llamó el despertar matrimonial. Es decir, según el repique de la campanadas de la iglesia, cada persona había llevado a cabo su labor cotidiana.
Los burdeles y las colonias cristianas son dos tipos extremos de las heterotopías. Y si los pensamos bien, que el barco sea un pedazo flotante de espacio, un lugar sin lugar que existe por sí mismo, que está cerrado en sí mismo y al mismo tiempo se entrega hasta el infinito del mar y que, de puerto a puerto, de bordada en virada , desde un burdel al otro, llegando hasta las colonias en busca de los tesoros más preciados que esconden en sus jardines, comprenderemos por qué el barco no sólo ha sido para nuestra civilización desde el siglo XVI hasta el presente, sino para la humanidad en su conjunto, el gran instrumento de desarrollo económico (no he estado hablando de eso hoy), sino que ha sido simultáneamente la mayor reserva de la imaginación. La nave es la heterotopía por excelencia. En civilizaciones sin barcos los sueños se secan, el espionaje toma el lugar de la aventura y la policía suplanta el terror ubicuo de los piratas.
Traducido del francés al inglés por Jay Miskowiec
Traducido del inglés al español por Fernando Martín Velazco
Este texto, titulado "Des Espaces Autres," y publicado por la revista francesa Architecture-Mouvement-Continuitein en Octubre de 1984, fue la base de una conferencia dada por Michel Foucault en marzo de 1967. Aunque no se revisa para su publicación por el autor y por lo tanto no forma parte del corpus oficial de su obra, el manuscrito fue lanzado al dominio público para una exposición en Berlín poco antes de la muerte de Michel Foucault. El texto fue traducido por Jay Miskowiec al inglés y publicado en Diacritics, Vol. 16, No. 1 (Spring, 1986), pp. 22-27 por The Johns Hopkins University Press, de cuya versión se ha hecho esta traducción.
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